Yo soy por dentro un gladiador, mi arena, mi coso de combate, es más grande que un coliseo romano, que una plaza de toros, que un estadio.

Mi arena de batallas, es la vida, la vida misma.

En ella he ganado y perdido combates.

La primera batalla que perdí, fue cuando apenas tenía 13 años; un carro me impactó y me fracturó una pierna, no pude levantarme. Tardé 3 meses en recuperarme, cuando estuve de pie, yo sólo, me investí gladiador y juré luchar con todas mis fuerzas y con todos mis sentidos.

Empecé a combatir con mis maestros, frente a frente, y tuve mis caídas, pero igual me levantaba.

Terminé en una buena posición al concluir el bachillerato en Ciencias Biológicas. El combate a seguir era la carrera de medicina.

Me encontré con otro reto, quizá en la casa no pudieron apoyarme económicamente. DecidÍ intentar entrar a la Escuela Médico Militar.

Qué mejor sitio para un gladiador que una escuela militar. Sorpresivamente lo logré.

Los combates en la Escuela con los maestros, no eran únicamente frente a frente, sino también cuerpo a cuerpo, no se andaban con medias tintas, ganabas o perdías, y si perdías, quedabas fuera del coliseo.

Igual tuve mis caídas. Pero rápidamente me levantaba, nunca esperé la cuenta de tres.

De pie terminé esa doble carrera: “Médico y Militar”. Imagínense un gladiador con grado de militar. Ya tenía más cosas a mí favor para seguir en la pelea.

En un combate amistoso, con mis compañeros de generación, califiqué para un post grado en cirugía general, y luego un entrenamiento en ginecobstetricia.

Con estos antecedentes, en el campo de batalla se me dejó como adscrito en un servicio de cirugía de mujeres del Hospital Central Militar, y un tiempo como maestro en la Escuela Médico Militar. Ni en mis mejores sueños podía haber imaginado que esto fuera realidad, y lo era.

Han transcurrido 60 años desde que terminé mis estudios; les confieso que he sido un enamorado de la profesión de médico y más aun de los quirófanos, sufría pero amaba operar, tal vez porque era una área de combate; como militar me discipliné, era un gladiador.

Actualmente estoy pensionado del ejército con mi grado militar.

Hace seis meses cerré mi consultorio, con un dolor profundo en el alma.

Ese mismo día, fui al coso, al coliseo, a la arena, y clavé en el centro mi espada; recargué en ella mi peto, mi casco, mi escudo y salí despacio con ese dolor en el alma que traía a cuestas.

Me sentía cansado. Afortunadamente, no muy lejos había un jardín, unas bancas, me senté a esperar… Sin poderlo controlar derramé unas lágrimas.

Escuché una voz que me pareció que venía de muy atrás de las nubes.

“Los gladiadores no lloran…” Enjugué mis lágrimas y en ese momento empecé a escribir.