Empecé a trabajar en el gobierno federal en 1962: ingresé como analista por examen de oposición en la Secretaría de Hacienda. Después fui, sucesivamente, subjefe y jefe de departamento, subdirector, director general, subsecretario, secretario de Energía, gobernador de Sinaloa, secretario de Agricultura y secretario de Gobernación. En 2000 fui candidato del PRI a la presidencia de la República, y seis años después, senador.
En ese largo trayecto mi compañera ineludible fue la duda sistemática, título que he elegido para esta suerte de autobiografía política, testimonio de mis 45 años como servidor público. ¿Qué es la duda sistemática? Para mí es un método que me ha permitido resolver la incertidumbre ante una decisión importante que debo tomar. Su raíz es filosófica: ya Aristóteles planteaba que “la duda es el motor del conocimiento”, pues promueve la
revisión, la mejora y el avance; pero es René Descartes, el filósofo francés, quien la vuelve parte esencial de un sistema para llegar a la certeza. Desde entonces contamos con un instrumento racional para proyectarnos en los campos de la decisión y la acción. La duda sistemática nos obliga a reflexionar, a cuestionar a fondo las diversas posibilidades. Si la ponemos en práctica nos obliga a pensar siempre racionalmente, convirtiéndose con el tiempo en un reflejo de nuestra forma de ser.

A lo largo de mi vida tomé unas 10 decisiones fundamentales, siempre determinadas por esta duda sistemática que aprendí a partir de mis lecturas. Algunas de estas resoluciones importantes se relacionaron con el campo estrictamente personal, mientras que otras tuvieron que ver con la aceptación o declinación de propuestas laborales en el sector público y privado. La primera gran decisión sobre mi vida la tomé al finalizar la preparatoria, en 1959, cuando mis padres me ofrecieron estudiar en California y a mi regreso ayudarme para que fuera empresario en Sinaloa. Les pedí tiempo para pensarlo y, pasados unos meses, luego de meditarlo profundamente —hasta con apoyo del psicoanálisis—, les dije que no aceptaría su ofrecimiento, pues había decidido que el objetivo de mi vida sería servir, y que lo haría trabajando como empleado del sector público. Tener dinero no sería mi meta. La segunda decisión personal importante la tomé cuando, a la muerte de mis padres, heredamos todos los hermanos. Resolví, junto con dos de mis hermanas, emprender un negocio. Ya era gobernador y los pormenores están explicados en el capítulo correspondiente.
Las enseñanzas más provechosas las encontré no en la escuela sino en los libros y en mi trabajo. Mis principales maestros dentro del gobierno fueron, por orden cronológico: el licenciado Julio Rodolfo Moctezuma, el ingeniero Fernando Hiriart y el licenciado Miguel de la Madrid. Los tres con una inteligencia privilegiada y, por supuesto, principios y valores Los tres de una extraordinaria honestidad económica e intelectual. Los tres con espíritu de entrega al país. De ellos puedo decir con orgullo que aprendí no solo a trabajar y analizar los problemas para diagnosticarlos y resolverlos, sino sobre todo la actitud que uno debe tener en el servicio público: siempre por delante la verdad, los principios, los intereses de México y de la gente. De ellos también aprendí que uno debe ser un colaborador leal, pero que la lealtad significa decir la verdad, lo que uno piensa y no tratar de quedar bien con su superior. La lealtad antes que nada es con México y los mexicanos, no con los partidos ni con los intereses políticos.
Estas enseñanzas vinieron a reforzar una actitud que me ha acompañado desde mi primera juventud: la duda sistemática.